De todos los países en los que he estado en mi vida el más fascinante creo que ha sido la Indía. Cuando digo que me gusta viajar me refiero a que me gustan los estímulos de lo desconocido. El enigma, el no entender, no saber, dudar, intentar aprender e interpretar…
Indía es la tierra de los estímulos. Todo es nuevo e indescifrable. Desde los vestidos de las mujeres, llenos de colores, hasta el sutil ( a veces no tanto) influjo de las castas en las relaciones personales, el viaje por Indía es un continuo descubrir. Indía tiene tigres, templos y viajes en barco, pero lo que hace a este país diferente es la gente. He visto sitios con más animales salvajes, con más ruinas y templos, y con mejores travesías, pero nunca me he encontrado con un paisanaje tan interesante.
Si alguien os dice que conoce Indía a la perfección, es mentira. Esto es inagotable.
Aquí van un par de pinceladas de lo que ha sido la Indía para mí.
En Jaisalmer cogimos un paseo por el desierto en camello, que incluía pasar la noche al raso, debajo de las estrellas, y cenar lo que tuviera a bien hacernos el cuidador de los camellos, a la orilla del fuego.
El paisano iba vestido con una túnica azul de cuello a tobillo, y estaba con ganas de dar charleta a los cuatro guiris que íbamos a pasar con él la noche.
De una experiencia anterior, ya sabíamos que el sueldo de un cuidador/guía de camellos ronda las 2000 rupias al mes ( unos 25€). Cuando nos enteramos nos quedamos patitiesos. En Indía hay MUCHA gente viviendo con esa cantidad de dinero. Pero los de los camellos están contentos porque los guiris les dan propis, y les sale «buena» pasta al final.
Bueno, pues estábamos ahí reunidos alrededor del fuego con nuestro cuidador de camellos, al que ya sabíamos que le pagaban una miseria. El hombre acabó de cocinar y nos dio un plato con unas verduras salteadas con tomate, y especias, un par de chapatis (plan plano que hacen ellos en el momento, amásando harina y agua), y una salsa que llamaba «picante», que era aceitazo con tomate, chili y especias.
Por eso de pegar la hebra, le preguntamos que cómo se llamaba el plato que nos había cocinado. No me acuerdo del nombre, así que lo llamaremos «cuchufleta» a efectos narrativos.
Estaba bueno. Simple, pero bueno.Así que los cuatro loamos sus habilidades culinarias. Las dos chicas alemanas que estaban con nosotros le dijeron que en Europa los hombres que saben cocinar ligan mucho, así que iba a encontrar una buena novia.
Le pregunté qué más sabía cocinar a parte de cuchufleta. Su respuesta fue: Chapati y picante. Repetí la pregunta, y su respuesta fue la misma. Solo sabía cocinar cuchufleta, chapati y picante.
Le pregunté flipando: «¿Solo comes cuchufleta, chapati y picante?». Y él, mientras removía el cazo con las verduras me dijo que no, que cuchufleta solo comía cuando llevaba a guiris al desierto, que si no su dieta era chapati y picante. Patitieso, otra vez.
El hombre llevaba veintipico años comíendo prácticamente en exclusiva chapati (harina y agua) y «picante» ( aceite aliñado). Y cuando llevaba guiris, se permitía el lujo de comer cuchufleta.
Me sentí un capullo pensando que cuchufleta era una comída simple, ¡no!, era un manjar de día especial!.
Hablando un poco más del tema, dijo que había probado el pollo, pero me da a mí que se pueden contar con los dedos de la mano las veces que lo ha comído.
Un hombre del desierto, que casí no tiene pueblo, medio nómada. Comiendo chapati y picante día tras día. Llevando, cuando surge, a los guiris que aparezcan por Jaisalmer, la puerta del desierto, a lomos de los camellos de su jefe. Cobrando 25€ al mes. No pude evitar pensar qué pasaría si de repente cobrara 300€, o 3000€, ¿qué haría? Probablemente se compraría otra túnica azul, y compraría más harina y aceite para hacer más chapati con picante.
Y parecía un hombre feliz. Recuerdo un libro de Bertrand Russell, en el que trata el tema de la felicidad y, entre otras cosas, se preguntaba qué hace falta para ser feliz.
¿Es igual la felicidad del que no conoce más allá de su desierto, de su chapati con picante, y su camello que la del hombre interesado en conocer culturas nuevas, apreciar sabores y texturas diferentes , aprender de arte, música y política?
No tengo la respuesta, no lo sé. Lo que sí es seguro es que la receta de la infelicidad es poner a trotar por el mundo y a estudíar arte al primer hombre, y recluir en su casa con las gallínas al segúndo.
Y el viaje sigue… Indía te pasa por delante, con sus ríos sagrados. Porque hay ríos sagrados, que están en ciudades sagradas. Ríos sagrados que sirven para lo más mundano: lavar los interminables sharis, bañarse, remojar a los búfalos… Pero también son escenario de la manifestación religiosa de los indios.
En Varanasí, sede del ganges, hemos visto arder a seres humanos. Los indios que pueden permitírselo vienen aquí a quemar los restos de sus muertos, y luego arrojar las cenizas al río más sagrado de su tradición.
Desde España es algo macabro, casí incomprensible. ¿Por qué? ¿Qué ganas viendo calcinarse los restos de tu hermano? ¿No te garantizas pesadillas de por vida?
Reconozco que el ver arder torsos y piernas no me ha producido ningún efecto. Y es más, me parece qeu es una forma bastante buena de ayudar a los familiares del muerto a cerrar un ciclo. El enterramiento es lo peor. Es coger un cuerpo que todavía se asocia al vivo que lo ocupó, y ponerlo bajo tierra. A esperar su suerte, mientras los que están fuera no pueden hacer nada por evitarlo.
Quemando al muerto, y viéndolo, se pone de manifiesto que la persona querida ya no está, voló, se escapó y no existe. Después de que los 300kg de leña hagan su labor a ninguno de los familiares les queda ninguna duda de qué es lo que ha pasado.
Y cuando todo son cenizas, se recogen, se tiran al río y viene otra familia a poner sus 300kg de leña. Los crematorios de Varanasí funcionan 24 horas al día, todos los días del año.
A pocos metros de distancia los peregrinos (¡y Ana!) se bañan, se hace la colada de los vivos y los guiris le ponen los cuernos al chicken tikka en una pizzería con horno de leña (chúpate esa Freud!).
Indía…¡qué país!